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Raul Wiener
No me digan que la Comisión de la Verdad tenía que hacer el descomunal esfuerzo de escribir 4 mil 500 páginas y de movilizar a su equipo durante dos años, para descubrir que Sendero Luminoso empezó una guerra contra el Estado exactamente en el mismo momento en que el país iniciaba uno de los tantos ciclos de restauración de la democracia parlamentaria. Obviamente no se formó para eso.
El conflicto armado interno que comienza el 18 de mayo de 1980 tiene efectivamente un gestor identificable. Y desde ese punto de vista declarar a Sendero como principal responsable del baño de sangre que sufrimos en una magnitud sin duda superior a los 25 mil muertos que señala la historia oficial y tal vez cercano a los 70 mil que dice la Comisión, es casi de Perogrullo. Después de todo el Guzmán que existía hasta septiembre de 1992, estaba convencido que había que atravesar un baño de sangre y no le hubiera inquietado tamaña carga, si le hubiera sido posible llegar a su objetivo del nuevo poder.
El tema es sin embargo llegar a explicar de qué manera una organización marginal a la sociedad, al sistema de partidos y a la misma izquierda, pudo desafiar al Estado y obligarlo a militarizar el territorio, contribuir a la imagen de fracaso de dos gobiernos que se eligieron en olor de multitud y esperanza, y llevar finalmente a que un tercer gobierno se decidiese a producir un nuevo golpe de Estado en nombre de la antisubversión. El misterio por el cual una secta extraviada e inmune al dolor del prójimo como Sendero Luminoso, pudo ser la protagonista central de lo que la Comisión denomina el conflicto más intenso, extenso y prolongado de la historia republicana, requería sin lugar a dudas una profunda reflexión de cara al país.
¿Somos una sociedad proclive al mensaje autoritario?, ¿las fracturas sociales y territoriales de las que tanto hablamos son factibles de ser instrumentalizadas para los fines de un sector político u otro?, ¿cuán arbitrario fue el proceso que nos tocó vivir en los 80 y 90?, ¿qué posibilidades hay de que nos hallemos enfrentados de aquí a un tiempo si no se operan cambios decisivos en la realidad social?
He estado buscando respuestas a estas preguntas angustiantes, por lo menos aproximaciones significativas producto de la investigación y debate de la Comisión, pero hasta ahora no he conseguido una luz nueva. Pareciera que se nos hubiera querido decir que el éxito inicial del proyecto senderista se habría debido exclusivamente a fallas de intervención de los demás actores políticos e institucionales. Que el asentamiento logrado en sectores del campo y en la juventud, y más tarde en las barriadas y en algunos sectores fabriles, fue producto de una cadena de equívocos: seducción por la prédica del cambio, falta de respuestas de parte del Estado, demora en intervenir ante los primeros brotes, torpeza y desproporción al momento de reprimir, etc.
La lógica de Sendero fue demasiado clara como para ignorarla: el que tiene la fuerza y la ejerce, domina el campo. La presencia militar en el conflicto se rigió por el mismo principio: hacer sentir la fuerza para obligar a la gente a plegarse o mantenerse neutral. Los campesinos -que son mucho más que unas pobres víctimas pasivas-, saben de este duro trato con el que viene de fuera y desarrollan estrategias de adaptación a las circunstancias, cuando no tienen oportunidad para resistirse. Con una cierta capacidad propia, expresada en las rondas, los habitantes del campo se sumaron a la ley del más fuerte. También el reclutamiento rondero era forzado y las comunidades fuera del conflicto temían las visitas de estas organizaciones, tanto como las de los militares y senderistas.
En 1980 se reinauguraba la democracia después de doce años de paréntesis militar, que incluía la reforma agraria y el intento de organizar a los campesinos como aliados del poder reformador. ¿Podían los habitantes de Chuschi o de cualquier otra comunidad perdida en la sierra o selva, esperar que el régimen que comenzaba se acordara de ellos y les otorgara alguna prioridad en sus políticas? La constituyente de 1979 introdujo el voto analfabeto que universalizaba el sistema, incorporando a todo el campo. Pero de manera sistemática las autoridades de la democracia resultaron las mismas que en épocas dictatoriales y con anterioridad a la reforma agraria. Sendero pudo decir que todo era lo mismo. Y con mayor razón cuando intervino la policía, suponiendo que se era sospechoso por tener la piel cobriza y expresarse en quechua, y llegaron las tropas creyendo que podían tomarlo todo por el argumento de las armas.
La democracia de 1980 era percibida, en gran medida, como una transacción en las alturas entre los generales que regresaban impunes a sus cuarteles y los partidos que salían de la congeladora sin percatarse de la profundidad de los cambios que habían ocurrido. ¿Qué tenían que ver los campesinos, los jóvenes de las universidades estatales, los pobres extremos de las ciudades, con todo ello? Es verdad que al final de los 70, la izquierda canalizaba una porción sustancial de los sectores sociales emergentes que habían despertado a la política durante la revolución militar y en el transcurso de la resistencia a la contrarreforma de Morales Bermúdez. Pero para entender porqué se perdió la confianza de algunas de las franjas más radicales e inmediatistas hay que recordar la violenta división electoral de 1980, que quedó como una anécdota, pero que sin duda fue mucho más que eso. Y más tarde los efectos de la política electoral y la gestión desde los cargos públicos en el parlamento, municipios y regiones, que era desde donde se relacionaban con el ancho pueblo. No sólo lo que los dirigentes tenían en la cabeza o proclamaban en los discursos radicales, que por cierto no fueron los que crearon la corriente a favor de Sendero, sino a lo sumo reflejaron el temperamento de la época y la falta de salidas en la crisis.
La reforma agraria escindió el movimiento campesino en varias posiciones: de un lado, el sector asociado y cooperante con la reforma agraria que se agrupaba en la CNA, creada por el propio gobierno militar; de otro lado, el sector que se decidió a radicalizar la reforma y empujar un nuevo reparto de las tierras, con la participación directa del campesinado y la conducción de la CCP y la izquierda; y, finalmente, el grupo que también toma el nombre de CCP para proclamar a la reforma de los militares como pro feudal y anticampesina, y que por sus propias tesis iba a terminar confinado a aquellos espacios rurales en los que la pobreza y la fragmentación de las tierras los había dejado fuera de toda perspectiva de cambio desde el Estado y el mundo había dado la impresión de congelarse en el tiempo. Esta fue la base primigenia del senderismo en el campo. Una base que sólo podía encontrarse en estado químicamente puro en departamentos como los de Ayacucho, Huancavelica y Apurímac, pobres entre los pobres.
Los años previos a la guerra permitieron a los seguidores de Guzmán levantar un inventario de necesidades campesinas, identificar personas odiadas y con deudas con la población, descubrir la dinámica de conflictos intercomunales, etc. Esos fueron los insumos básicos de la primera ofensiva. Avanzar sobre las contradicciones de linderos, pastos, distribución de aguas, así como a través de las rivalidades étnicas y sociales, permitió controlar pueblos casi enteros, donde la gente que no estaba de acuerdo se sometía porque no le quedaba otra cosa. Algo por el estilo se propuso hacer el ejército. Colocarse en la comunidad rival y empujarla al conflicto. Diseñar el mapa de amigos y enemigos, aplicando la mayor dureza posible sobre estos últimos. La guerra por establecer y restablecer bases en los espacios rurales fue la fase más dura de la contienda. Aplaudiría a la Comisión, si solamente pudiera proporcionar la hoja de ruta de estos enfrentamientos.
Los dos lados aplicaron toda la dureza de que fueron capaces. Ignoraron el padecimiento de los civiles sujetos a fuego cruzado. Y nunca se imaginaron verse retratados en una macabra estadística de las masacres, desapariciones y violaciones de derechos humanos. El ejército tenía el objetivo de derrotar la subversión y tomar el control del campo en el tiempo más corto posible, cualquiera fuera el costo. Sendero tenía el objetivo de sobrevivir a la represión, conservar posiciones y lograr expandirse. A la vista de lo que pasó, fue Sendero el que ganó esta partida. Ya en ese momento se habían convertido en una referencia política para los que vivían el desencanto de la democracia.
En el país donde todos pierden y todo fracasa, Sendero era una maquinaria capaz de lograr lo que se proponía. No hay nada de extraño, a partir de todo ello en que el gobierno que finalmente la ganaría la partida al presidente Gonzalo fuese uno que se jactaba aún más que ellos de su eficiencia autoritaria. Creo que por la forma como se desarrolló la historia fueron muchos los que luego de participar o colaborar con el senderismo se pasaron al fujimorismo. En el escenario de la guerra ese era apenas un cambio de bando, plegándose al ganador. Es mucho decir que las rondas fueron una respuesta espontánea a la subversión. Estoy seguro que la mayor parte de rondas ligadas a las fuerzas armadas se formaron después del golpe militar del 92 y sobre todo después de la captura de Guzmán. Es decir con un sentido de gran realismo político.
Así como la Comisión de la Verdad ha contabilizado para sorpresa de muchos la impactante cifra de 69 mil 280 muertos y 4,644 sitios de entierro, llegando a establecer que el 75% de las víctimas serían quechua hablantes, el 79% vivían en zonas rurales de gran pobreza, añadiendo un nuevo parámetro que imputa a Sendero el 54% de los muertos y a las Fuerzas Armadas el 30%; sería muy importante saber también cuántos fueron los muertos senderistas en ese gran total y cuántos los presos, y deducir de allí sus procedencias sociales. ¿Cuántos quechua hablantes y campesinos pobres están presos, cuántos jóvenes provincianos, cuántos maestros rurales? ¿De qué terroristas y asesinos estamos hablando? Para remover al país no basta ponerlo ante una cifra espantosa de muertos y ante testimonios desgarradores de desaparecidos, torturados y mujeres violadas. También es necesario que sepamos que guerra no vino del aire, por efecto de la infestación de un microbio ideológico maoísta. ¿Quiénes la sostuvieron?, ¿por qué lo hicieron?
Tenemos que refregarnos en el rostro los abismos de desigualdad y desencuentro que no sólo permitieron que los peruanos urbanos vivieran tranquilos mientras se desangraba el campo, sino que dieron origen a oleadas de violencia en una y otra dirección que fueron cubriendo cada vez mayor número de provincias serranas y selváticas. La derecha ciega y sorda se contenta con palabras como "terrorismo", "marxismo", para imaginarse que presos o muertos los discípulos de Guzmán, se acaba la rebelión y la rabia. O tal vez si extendemos la razzia hacia otros izquierdistas igualmente peligrosos como Bernales, Ames o el padre Garatea, como se sugiere a cada rato, no muy veladamente. Debo decir francamente que no he encontrado hasta ahora una conclusión clara de la Comisión que nos advierta de estos peligros. Es muy probable que Sendero haya sido un fenómeno extraordinariamente sui géneris, y por lo mismo totalmente irrepetible. Pero no se olvide que el levantamiento de 1980, fue concebido por sus gestores en el plano estrictamente militar, como una corrección cuidadosa de los errores de la experiencia de 1965. Muchos pensaban que no se repetiría la lucha armada. Pero se repitió en una escala mucho más grande y sin un gramo del romanticismo de la gesta de Luis de la Puente.
La oportunidad de la verdad parecía pintada para replantear los sentidos comunes que se habían impuesto en el país tras la derrota de Sendero Luminoso y el MRTA. Hasta ese momento habíamos tenido que vivir bajo el dogma de Martha Chávez y Luz Salgado -ahora repetido por Barba y Rey -, de que éramos un país pacificado como debería ser. Y que para asegurar que esa situación ideal se mantuviese, había que sostener la más dura presencia represiva y hacer inflexible el sistema judicial y penal antiterrorista. El mérito de la victoria lo reclamaban Fujimori, los militares, los policías de DINCOTE, los ronderos y hasta Alan García que decía que había dejado todo listo. Nadie era capaz de visualizar el fondo de conflicto, como si llegaron a serlo los militares de los 60, cuya autocrítica concreta se expresó en las reformas desarrolladas desde 1968. La guerra les enseñó entonces que el país debía ser cambiado. Hoy parece que la que más aprendió fue la derecha, que está empeñada en cerrarle los ojos a los uniformes para que no haya autocrítica ni reconocimientos que puedan llevarlos a una conclusión diferente a las que se le viene repitiendo cada día: que su misión es exclusivamente preservar las estructuras del Estado tal cuál es, porque eso es defender a la sociedad y a la democracia. No importa si ese Estado se mostró tan inconsistente y perforado, que estuvo a punto de colapsar bajo la presión de un pequeño ejército de patas al suelo, con un mínimo poder de armas y con una ideología alucinada.
Voy a seguir revisando en todo caso el Informe Final de la Comisión para ver si puedo encontrar lo que no he hallado en la revisión de las conclusiones y los primeros capítulos. Tómense estas notas y las que siguen, como una primera aproximación a los vericuetos de una verdad tan discutible como la del Perú de los últimos veinte o treinta años.
Publicado en Tumi - Newsgroup (http://es.groups.yahoo.com/group/tumi/) - 3-09-2003