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Nuestra lucha contra la impunidad se define desagregando estos
cuatro objetivos fundamentales, contraponiéndolos al mismo tiempo a
otras perspectivas: 1) la salvaguarda de la memoria, en oposición a
todas las propuestas que recomiendan el olvido como base de
construcción de un futuro diferente; 2) el esclarecimiento de los
hechos, en oposición a las propuestas que recomiendan un simple
reconocimiento superficial, global y anónimo de los errores del pasado;
3) la sanción a los responsables, en oposición a las propuestas de
construcción de futuro con evasión de la justicia; 4) la reparación de
los destruido, en oposición a los que proponen construir
responsabilidades frente al futuro sobre la base de la
irresponsabilidad frente al pasado.
A la salvaguarda de la memoria le he dedicado un análisis más amplio,
dado que la estrategia del olvido es impulsada desde numerosas
instancias de poder como una perspectiva englobante que reclama
actitudes de principio. Los objetivos de verdad, justicia y reparación
han conquistado una cierta legitimidad en los organismos y el derecho
internacional, pero su alcances y concreciones son objeto de debate
permanente.
1. El esclarecimiento de los hechos
Uno de los engranajes fundamentales que permite operar a un régimen de
terrorismo de Estado suele ser el aparato de administración de
justicia, que tendría la función constitucional de esclarecer los
crímenes. Si este aparato funcionara, los crímenes de lesa humanidad,
como prácticas sistemáticas de agentes incrustados en el mismo Estado,
legal o ilegalmente, no serían viables. Esto explica que los países que
se han decidido a realizar una transición democrática han tenido que
recurrir a mecanismos extraordinarios y extraconstitucionales,
respaldados por diversas instancias de la comunidad internacional, como
son las "Comisiones de Verdad". Cuando dichas comisiones rinden sus
informes, uno de los primeros blancos de sus juicios y recomendaciones
suele ser el aparato judicial.
Sin embargo, la evaluación de las Comisiones de Verdad no es nada
satisfactorio. La mayoría de las veces, sus mismos mandatos las
restringen excesivamente en el tiempo, en sus recursos o en sus
alcances, de modo que la "verdad" que producen suele ser tan débil y
deforme, que no garantiza ninguna transición a un modelo de Estado que
exorcice a fondo los mecanismos generadores de los crímenes de lesa
humanidad.
La mayoría de las veces el esclarecimiento de los crímenes es mínimo,
porque las Comisiones de Verdad actúan dentro de marcos predeterminados
por políticas ya asumidas de "perdón y olvido", que no podrían ser
deslegitimadas o estorbadas por una verdad que enfocara sus reflectores
hacia los victimarios y hacia las estructuras y prácticas generadoras o
facilitadoras de los crímenes de lesa humanidad, que deberían ser
erradicadas. Muchas veces la "verdad" se limita a la confección de
listas de víctimas, a las que se acepta caracterizar como "víctimas de
excesos de anónimos agentes aislados del Estado", agentes a los que
luego, en su anonimato, se extenderá un "perdón reconciliador" otorgado
por el mismo Estado, en nombre de una "sociedad que quiere la paz y la
reconciliación". Este desenlace, lejos de ser una caricatura, recoge el
perfil histórico de la mayoría de "Comisiones de Verdad" que hasta
ahora se han conformado.
La intencionalidad que se descubre detrás de esta práctica, es la de
provocar una "catarsis" en sociedades moral y políticamente arruinadas
por prácticas de terrorismo de Estado, ofreciéndoles convertir en
"verdad oficial" la verdad que circula socialmente con estigmas de
censuras e intimidaciones, o sea, como "verdad prohibida", pero
despojándola de concreciones y de responsabilidades personales e
institucionales. Un discurso "reconciliador" frenéticamente desplegado
por los mass media, suele inducir y conducir dicha "catarsis" social
que ritualiza la entronización de la "verdad oficial" como antesala del
olvido. No es aceptable este tipo de "esclarecimiento" de los hechos.
Por otra parte, ya es de amplio consenso el juicio sobre la ineptitud a
que ha llegado el aparato judicial colombiano para producir verdad. Más
bien se ha especializado en refinar mecanismos para bloquear los
accesos a la verdad.
Y si los victimarios han recurrido a todo tipo de artificios para
bloquear las posibilidades de evidenciar la conexión entre actores
individuales y acciones criminales puntuales, la labor de
esclarecimiento se tiene que enfrentar al desafío de afinar los
análisis de los contextos; de las características de las víctimas; de
las rutas, los tiempos de presencias y controles, y los "modus
operandi" de los victimarios; de las políticas de Estado a grandes,
medianas y pequeñas escalas; de los intereses en juego que pueden
explicar los crímenes; de las estrategias de terror y las ideologías
que las sustentan; de las convergencias, en complicidad, de los
diversos poderes; de las prácticas generalizadas de omisión y de
"ceguera voluntaria"; de los desarrollos diacrónicos de estructuras
estatales/paraestatales, etc. Estos son los campos de "verdad" que no
han sido bloqueados por los victimarios (la mayoría de ellos no pueden
ser bloqueados), que nos quedan como campos de exploración de la
VERDAD, y que además tienen la virtud de conducirnos hacia una verdad
más integral, contextuada y reveladora de los arraigos institucionales
y estructurales de los crímenes.
2. La sanción a los responsables
Varios obstáculos se han interpuesto para que los exiguos resultados de
las Comisiones de Verdad se hayan traducido en actos de justicia
retributiva, además de los inherentes al mandato y funcionamiento de
dichas comisiones. Por una parte, nunca se han realizado reformas
legales previas que remuevan obstáculos, en el derecho interno, a la
aplicación del Derecho Internacional, ya Consuetudinario, ya
Convencional, relativo a los crímenes de lesa humanidad, ni se han
creado previamente puentes legales entre los resultados de las
Comisiones de Verdad y el juzgamiento y sanción de los victimarios.
Casi todos los gobiernos han cerrado el proceso de "catarsis" ligado al
funcionamiento de las Comisiones de Verdad, con leyes de amnistías o
indultos para los victimarios, desafiando todo el Derecho Internacional
vigente, y se han burlado olímpicamente de las condenas internacionales
a ese atrevido desconocimiento de los principios de imprescriptibilidad
y de no amnistiabilidad de los crímenes de lesa humanidad.
Por otra parte, se ha creído ingenuamente que el mismo aparato judicial
que cohonestó con los regímenes de terrorismo de Estado y administró
innumerables mecanismos de impunidad durante años o décadas, puede
solucionar el problema de la justiciabilidad de los crímenes
inventariados por las Comisiones de Verdad, sin ser sometido a
profundas transformaciones y depuraciones.
La aplicación de sanciones y penas a los victimarios es el único
mecanismo de defensa con que una sociedad cuenta para defenderse de
conductas y prácticas que destruyen sus posibilidades de convivencia
civilizada.
Filósofos y teóricos del Derecho han discutido si la finalidad de la
sanción debe ser disuasiva, reformativa o retributiva. Algunos han
sostenido que la finalidad disuasiva o reformativa atenta contra la
libertad humana del criminal, que debe conservar la libertad de optar
por el mal y solo debe ser disuadido por su libre adhesión a la ley o a
los principios morales; así opinaban Kant y Hegel. Otros, como Cesare
Beccaria, solo admiten la disuasión y la prevención como finalidad de
la pena. Luego de una ponderada evaluación de estas posiciones, Agnes
Heller concluye que el único principio de castigo digno del ser humano
es el de retribución, pues impide que los humanos sean considerados
como meros medios y los considera como fines-en-sí, responsables de sus
actos, agentes libres y racionales, que al transgredir las normas deben
expiar la ofensa pagando la deuda contraída, para restaurar así la
justicia. La disuasión podría llevar a un castigo sin ofensa (como
acción preventiva) y la reforma podría llevar a dificultades insolubles
en la tasación de penas, pues nadie sabe con qué dosis se puede lograr
la reforma, toda vez que las condiciones psíquicas individuales son
imprevisibles.1
Los discursos de "perdón y olvido" han tratado de deslegitimar la
demanda de justicia de las víctimas al identificarla con una especie de
"sed de venganza". Si esto fuera así, las víctimas privilegiarían las
formas de "justicia privada" que responden más adecuada y eficazmente a
los fines de venganza. La justicia retributiva tiene una dimensión
social profunda: substrae la acción sancionatoria a la búsqueda
instintiva de un equilibrio de violencia, que podría llevar a cadenas
infinitas de retaliaciones, y la re-sitúa en el campo de los intereses
comunitarios, de la convivencia civilizada. Por esto, eludir o suprimir
la acción sancionatoria lleva necesariamente a estimular el ejercicio
de la venganza y el desbordamiento incontrolable de la violencia.
La acción penal con sentido retributivo es un elemento fundamental de
la convivencia civilizada y de la justicia como valor substantivo. La
impunidad no solo envuelve un mensaje sino una realidad ineludible de
VENTAJA DEL CRIMINAL sobre los demás, sobre todo si se la evalúa a la
luz de las realidades concretas que sus crímenes lograron destruir
eficazmente. Esa VENTAJA, por mucho que se la adorne o se la encubra, o
se la oculte bajo discursos de "perdón" o de sanciones morales,
simbólicas o genéricas, es una VENTAJA REAL, EFECTIVA Y OPERATIVA, que
tiene la fuerza contundente de su dominio sobre el mundo real y
concreto, que prevalece cruda e implacablemente sobre sus
interpretaciones, sus simbolizaciones y sus mantos decorativos.
No ignoramos que uno de los discursos más efectivos contra la justicia
retributiva ha sido el que manipula a su favor la tradición
reconciliatoria del Cristianismo. El perdón cristiano, sin embargo, es
algo diametralmente opuesto a la impunidad. En primer lugar, solo lo
puede otorgar el ofendido, jamás el ofensor ni las estructuras o
instituciones en las que éste se inscribe. En segundo lugar, es un acto
que por su naturaleza y esencia es espontáneo, libre y gratuito, por
eso es lo más ajeno al mundo de lo institucional, de lo impersonal, de
lo masivo y de lo impuesto. En tercer lugar, su finalidad intrínseca es
la de superar situaciones de ruptura, refundando relaciones fraternas,
las que no se lograrían sin un compromiso bilateral. En cuarto lugar,
el restablecimiento de relaciones justas exige, de su propio peso, la
reparación de lo que fue destruido por el agresor.
Si el perdón se traslada irresponsablemente de este ámbito de las
relaciones interpersonales al ámbito sociopolítico, sin salvaguardar
las notas esenciales del perdón, éste alcanza su máxima perversión: de
un acto por esencia re-fundador de justicia y de fraternidad, pasa a
convertirse en instrumento destructor de las barreras protectoras de la
dignidad humana.
Por esto la tradición teológica y catequética cristiana resumió, en los
catecismos más popularizados, como requisitos fundamentales del perdón,
estos: 1) el esclarecimiento de la culpabilidad; 2) el arrepentimiento
del ofensor, o el asumir conscientemente el mal infligido; 3) la
confesión de la culpa; 4) el propósito de enmienda; 5) la reparación
del daño causado. El Papa Juan Pablo II, en la encíclica "Dives in
misericordia" ("Rico en misericordia") afirmaba: "La justicia,
rectamente entendida, constituye la finalidad del perdón. En ningún
paso del mensaje evangélico el perdón, ni siquiera la misericordia como
su fuente, significa indulgencia para con el mal, para con el
escándalo, para con la injuria, para con el ultraje cometido. En todo
caso, la reparación del mal o del escándalo, el resarcimiento de la
injuria, la satisfacción del ultraje, son condiciones del perdón"
("Dives. in misericordia",30 de noviembre de 1980., No. 14)
Nuestro Derecho Penal está restringido, por una parte, a establecer la
culpabilidad individual ( y ésta, en gran parte restringida a la
ejecutivo-material, y casi en ninguna medida enfoca la culpabilidad
omisiva, ni la instigativa, ni la colaboracionista o cómplice). Por
otra parte, solo prevé sanciones de privación de libertad, y aunque
contempla algunas sanciones pecuniarias teóricamente destinadas a la
reparación, éstas casi nunca se hacen efectivas. Esto hace que el
aparato de justicia deje por fuera la investigación y sanción de los
crímenes de lesa humanidad, que implican conductas sistemáticas,
institucionales y arraigadas en estructuras permanentes y en políticas
establecidas a las cuales se adhiere activa o pasivamente, y que no se
contemplen mecanismos sancionatorios o correctivos que toquen las
instituciones y estructuras en sus específicos dinamismos generadores
de los crímenes. En este sentido, no hay duda de que la lucha por la
justicia implica la presión por reformas a fondo de la instituciones
judiciales y sancionatorias del Estado.
3. La reparación de lo destruido
La reparación es una dimensión intrínseca de la justicia y trata de
volver a equilibrar la balanza de la realidad, que había quedado
ventajosamente inclinada en favor del victimario, reconstruyendo en lo
posible, o recompensando en su peso, lo que el victimario destruyó, y
asegurando que su poder destructor no vuelva a imponerse.
En Colombia, los espacios legales de la reparación se han reducido a la
indemnización monetaria, pero aun ésta es privilegio de muy escaso
número de víctimas, pues las prescripción en dos años de este
mecanismo, por la vía contencioso administrativa, protege al Estado de
tener que indemnizar a la inmensa mayoría de sus víctimas, sobre todo a
las de sectores económicamente débiles, que no tienen posibilidad de
costear o gestionar el complicado proceso ante los tribunales.
Los trabajos de la ONU en los últimos años han desarrollado el derecho
a la reparación en más justas dimensiones y alcances. El documento de
Principios y Directrices Básicos para la Reparación (E/CN.4/1997/104)
aprobado por la Subcomisión en 1997, define la obligación de los
Estados de adoptar medidas para una REPARACION RAPIDA Y PLENAMENTE
EFICAZ, así:
Vale la pena destacar algunas de estas dimensiones:
Pero hay dimensiones de la destrucción lograda por los crímenes de
lesa humanidad que todavía parecen invisibles, incluso a los organismos
internacionales, y que afectan, tanto la vida individual como la
colectiva, incidiendo profundamente en el orden socio político.
En efecto, estos crímenes logran traumatizar, en niveles que en gran
medida permanecen inconscientes, la libertad de conciencia y de
expresión, en las que se asientan las opciones éticas, ideológicas y
políticas que modelan la sociedad. Por esta vía, la conciencia moral ha
sido profundamente destruida, cuando las opciones que conectan los
principios morales más fundamentales con el quehacer social y político
tienen que ponerse en dilema con el instinto de conservación. El
terrorismo de Estado logra también traumatizar y destruir la confianza
y las relaciones sociales de las comunidades, y por esta vía logra
manipular su conducción política.
El campo de relaciones entre los ciudadanos y el Estado se ve también
profundamente traumatizado por estos crímenes. Hay destrozos demasiado
profundos en la capacidad de reclamo y de protesta y en la confianza en
la justicia, que forman parte de los niveles más básicos de los
derechos civiles y políticos y del sentido elemental de libertad, de
democracia y de seguridad colectiva.
Reparar la conciencia moral y la capacidad de ejercitar sin
traumatismos los derechos básicos de ciudadanía, y reconstruir unas
relaciones ciudadanos/Estado mínimamente sanas, es una empresa ardua y
prolongada, que exige una refinada pedagogía que todavía no se
vislumbra.
Todavía no existe norma alguna para reparar a las organizaciones o
partidos que fueron exterminadas o inmovilizadas por el terror. Se
impone exigir reparaciones políticas que restablezcan y recompensen el
poder democrático que habían conquistado o estaban conquistando y que
fue traumatizado o aniquilado por el terror. Eludir este tipo de
reparaciones es aceptar que el poder político siga siendo
progresivamente un botín de quienes logren asesinar o desaparecer a sus
contrarios, como de hecho, lo es actualmente.
El campo de la reparación es un campo enorme. Es el Estado el
responsable de sentar las bases y de proporcionar todos los medios,
legales y económicos, para que pueda darse, pero es un desafío para
todos el buscar derroteros de reconstrucción de lo que ha sido
destruido. Y el primer paso, elemental y urgente, es el de esforzarnos
por identificar ruinas y destrozos que muchas veces pasan
desapercibidos, como efecto de la misma destrucción que todos padecemos.
Javier Giraldo M., S. J.
[Texto escrito como parte de la Introducción a la primera entrega del
informe COLOMBIA NUNCA MÁS, publicada en noviembre de 2000, con el
respaldo de 18 organizaciones no gubernamentales de derechos humanos]