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F. Engels
Vimos en la Introducción cómo los filósofos franceses del siglo XVIII, precursores de la Revolución, apelaban a la razón como juez único de todo lo que existe. Había que establecer un Estado razonable, una sociedad razonable, y había que eliminar sin compasión todo lo que contradecía a la razón eterna. Vimos igualmente que esa eterna razón no era en realidad más que el intelecto idealizado del ciudadano medio que entonces cristalizaba en burgués. Por eso cuando la Revolución Francesa hubo realizado esa sociedad y ese Estado de la Razón, la nuevas instituciones por racionales que fueran en comparación con la situación anterior, no resultaron en modo alguno razonables en sentido absoluto. El Estado de la Razón acabó en un atasco. El contrato social roussoniano había tenido su realización en el período del Terror, del cual escapó la burguesía, extraviada en su propia capacitación política, para refugiarse, primero, en la corrupclón del Directorio, y luego bajo la protección del despotismo napoleónico. La paz eterna prometida se transmutó en una inacabable guerra de conquista. No habían ido mejor las cosas en la sociedad de la Razón. La contraposición entre pobre y rico, en vez de disolverse en el bienestar gcneral, se había agudizado por la eliminación de los privilegios, gremiales y de otro tipo, que solían tender un puente por encima de ella, así como por la desaparición de las instituciones benéficas eclesiásticas que la suavizaban. El desarrollo de la industria sobre bases capitalistas hizo de la pobreza y la miseria de las masas trabajadoras una condición general de existencia de toda la sociedad. De año en año aumentó el número de delitos. Mientras que los vicios feudales antes abiertamente manifiestos a la luz del día pasaban a segundo término, aunque sin ser ciertamente suprimidos, los vicios burgueses hasta entonces cultivados en el secreto florecieron tanto más exuberantemente. La "fraternidad" de la divisa revolucionaria se realizó en los pinchazos y en la envidia de la lucha de la competencia. En el lugar de la opresión violenta apareció la corrupción, y en el del puñal como primera palanca social del poder se impuso el dinero. El derecho de pernada, ius primae noctis, pasó de los señores feudales a los fabricantes burgueses. El matrimonio mismo siguió siendo, como hasta entonces, la forma legalmente reconocida y la capa encubridora de la prostitución, pero ahora se completó con un abundante florecimiento del adulterio. En resolución: comparadas con las magníficas promesas de los ilustrados, las instituciones sociales y políticas establecidas por la "victoria de la Razón" resultaron desgarradas imágenes que suscitaron una amarga decepción. Ya no faltaban más que hombres que formularan esa decepción, y esos hombres aparecieron con el cambio de siglo. En 1802 aparecieron las Cartas ginebrinas de Saint-Simon; en 1808 se publicó la primera obra de Fourier, aunque el fundamento de su teoría databa ya de 1799, y el primero de enero del año 1800 Roberto Owen asumió la dirección de New Lanark.
Pero por entonces el modo capitalista de producción y, con él, la contraposición entre burguesía y proletariado estaba aún muy poco desarrollados. La gran industria, que acababa de nacer en Inglaterra, era aún desconocida en Francia. Y sólo la gran industria despliega, por una parte, los conflictos que hacen de la subversión del modo de producción una necesidad imperiosa —conflictos no sólo entre las clases por ella engendradas, sino también entre las fuerzas productivas que ella crea y las formas de intercambio que impone—; mientras, por otra parte, desarrolla precisamente con esas gigantescas fuerzas productivas los medios, también, para resolver dichos conflictos. Si, pues, hacia 1800 los conflictos que brotan de este nuevo orden social estaban aún naciendo, lo mismo puede decirse, aún con mayor motivo, de los medios para resolverlos. Si las desposeídas masas de París habían podido conquistar por un momento el poder, durante el período del Terror, no habían conseguido probar con eso sino que su dominio era imposible en las circunstancias de la época. El proletariado que entonces se segregaba de aquellas masas desposeídas, como tronco de una nueva clase, aún incapaz de acción política independiente, se presentaba entonces como estamento oprimido y en sufrimiento, al cual, por su incapacidad para defenderse por sí mismo, no se podía sino, a lo sumo, aportar ayuda de fuera, desde arriba.
Esta situación histórica dominó a los fundadores del socialismo. A la inmadurez de la producción capitalista y de la situación de clases correspondieron teorías inmaduras. La solución de las tareas sociales, aún oculta en la situación económica no desarrollada, tenía que obtenerse de la mera cabeza. La sociedad no ofrecía más que abusos y maldades; el eliminarlos era tarea de la razón pensante. Se trataba de inventar un nuevo y mejor sistema del orden social, y de decretarlo y concederlo luego a la sociedad desde fuera, mediante la propaganda y, caso de ser posible, mediante el ejemplo de experimentos modelos. Estos nuevos sistemas sociales estaban desde el principio condenados a ser utópicos; cuanto más cuidadosamente se elaboraban en el detalle, tanto más resueltamente tenían que desembocar en la pura fantasía.
Establecido esto, no nos detendremos ni un instante más ante estos aspectos hoy plenamente pertenecientes al pasado. Podemos dejar a pequeños merceros literarios a la Dühring el manipular solemnemente esas fantasías que hoy no pasan de ser motivo de entretenimiento, y la satisfacción de demostrar la superioridad de su propio sobrio modo de pensar comparándolo con tales "absurdos". Nosotros preferimos admirar los geniales gérmenes teóricos y pensamientos que aparecen por todas partes en aquellos primitivos autores, rompiendo el caparazón fantasioso: gérmenes para los cuales son completamente ciegos nuestros sesudos filisteos. Saint-Simon afirma en sus Cartas ginebrinas que "todos los hombres deben trabajar". En el mismo escrito muestra haber comprendido que el período del Terror fue el dominio de las masas desposeídas:
Contemplad —grita a esas masas— lo que ocurrió en Francia cuando dominaron vuestros camaradas; consiguieron producir el hambre.
Presentar la Revolución Francesa como una lucha de clases entre la nobleza, la burguesía y los desposeídos era en el año 1802 un descubrimiento genial. En 1816, Saint-Simon enseña que la política es la ciencia de la producción, y predice toda la disolución de la política en economía. Y aunque con esas frases no expone sino en germen el conocimiento de que la situación económica es la base de las instituciones políticas, sin embargo, la transformación del gobierno político sobre hombres en administración de cosas y dirección de procesos de producción —es decir, la supresión del Estado, hoy tan ruidosamente difundida— aparece claramente formulada por Saint-Simon. Con igual superioridad sobre sus contemporáneos proclama en 1814, inmediatamente después de la entrada de los aliados en París, y repite en 1815, durante los Cien Días, que la alianza de Francia con Inglaterra y, en segundo lugar, la de los dos países con Alemania, es la única garantía de un próspero desarrollo y de la paz en Europa. Predicar a los franceses de 1815 una alianza con los vencedores de Waterloo exigía desde luego bastante más valor que declarar a los profesores alemanes una guerra de chismorreos.[1]
Mientras que en Saint-Simon descubrimos una genial amplitud de horizonte, gracias a la cual se encuentran germinalmente en su obra casi todas las ideas no rigurosamente económicas de los socialistas posteriores, en Fourier hallamos una crítica auténticamente francesa y aguda, mas no por ello menos profunda, de la situación social existente. Fourier toma al pie de la letra a la burguesía, es decir, a sus entusiastas profetas de antes de la Revolución y a sus interesados cantores de después de la Revolución. Revela despiadadamente la misere material y moral del mundo burgués, y pone frente a ella tanto las brillantes promesas de los ilustrados acerca de una sociedad en la que sólo reinaría la Razón, acerca de la civilización que aportaría en todo la felicidad, acerca de la ilimitada capacidad de perfección del hombre, cuanto las frases rosas de los ideólogos burgueses de su época; prueba que a las más sonoras palabras corresponde en todas partes la más miserable realidad, y redondea el inapelable fiasco de aquella fraseología con un sarcasmo que hace mella. Fourier no es sólo un crítico: su naturaleza, profundamente alegre y animada, hace de él un satírico y aun de los más grandes de todos los tiempos. Describe magistral y deliciosamente la especulación deshonesta que floreció con la decadencia de la Revolución, y la general cominería y mezquindad del comercio francés de la época. Aún mejor en su crítica del ordenamiento burgués de las relaciones entre los sexos y de la posición de la mujer en la sociedad burguesa. El ha sido el primero en decir que en cualquier sociedad el grado de emancipación de la mujer es el criterio natural de la emancipación general. Pero lo más grande de Fourier es su concepción de la historia de la sociedad. Divide todo el decurso anterior de ésta en cuatro estadios de evolución: salvajismo, patriarcado, barbarie y civilización, coincidiendo esta última con lo que ahora llamamos sociedad burguesa,[2] y entonces arguye
que el orden civilizado convierte en forma de existencia compleja, doble, ambigua e hipócrita cada uno de los vicios ejercidos por la barbarie en la simplicidad,
que la civilización se mueve en un "círculo vicioso", en contradicciones que ella misma reproduce continuamente sin poder superarlas, de tal modo que consigue siempre lo contrario de lo que quería conseguir, o de lo que pretendía querer. De modo que, por ejemplo, "en la civilización, la pobreza nace de la misma abundancia".
Como se aprecia por ese ejemplo, Fourier maneja la dialéctica con la misma maestría que su contemporáneo Hegel. Con la misma dialéctica subraya contra la cháchara sobre la ilimitada capacidad de perfeccionamiento del hombre que toda fase histórica tiene, junto con su rama ascendente, también una rama descendente, y aplica esta concepción también al futuro de toda la humanidad. Fourier ha introducido en la consideración histórica la futura muerte de la humanidad, igual que Kant ha introducido la noción de final de la tierra en la ciencia de la naturaleza.
Mientras que en Francia el huracán de la Revolución barría la tierra, se producía en Inglaterra una transformación más silenciosa, pero no por ello menos importante. El vapor y las nuevas máquinas-herramientas transformaron la manufactura en la gran industria moderna, y revolucionaron con ello todo el fundamento de la sociedad burguesa. El soñoliento ritmo de desarrollo del período manufacturero se transformó en un verdadero Sturn und Drang [3] de la producción. Con creciente velocidad fue produciéndose la división de la sociedad en grandes capitalistas y proletarios desposeídos, entre los cuales tenía una vacilante existencia, en vez de la anterior y estable clase media, una agitada masa de artesanos y pequeños comerciantes, la parte de la población que más fluctúa. El nuevo modo de producción se encontraba aún en los comienzos de su rama ascendente; era todavía el modo de producción normal, el único posible en las condiciones dadas. Pero ya entonces engendraba tremendos males sociales: aglomeración de una población desarraigada en las peores viviendas de las grandes ciudades; disolución de todos los lazos tradicionales del origen y ascendencia, de la subordinación patriarcal, de la familia; agotamiento por el trabajo, especialmente de las mujeres y los niños, en una medida espantosa; desmoralización masiva de la clase trabajadora, lanzada repentinamente a una situación totalmente nueva. Un fabricante de veintinueve años se levantó entonces como Reformador, un hombre de una infantil simplicidad de carácter que llegaba a ser sublime y, al mismo tiempo, un nato director de hombres como hay pocos. Roberto Owen había asimilado la doctrina de los ilustrados materialistas, según la cual el carácter del hombre es el producto de su organización innata, por un lado, y, por otro, de las circunstancias que le rodean durante su vida, especialmente durante el período del desarrollo. La mayoría de sus compañeros de clase no veían en la revolución industrial más que confusión y caos, buenos para pescar en río revuelto y enriquecerse rápidamente. El, en cambio, vio en esa revolución la oportunidad de aplicar su doctrina favorita y aportar orden al caos. Ya lo había intentado con éxito en Manchester, dirigiendo una fábrica de más de quinientos obreros; desde 1800 hasta 1829 dirigió Owen las grandes hilaturas de algodón de New Lanark, en Escocia, como socio y gerente, en el mismo sentido en que había obrado antes, pero con mayor libertad de acción y con un resultado que le valió la fama en toda Europa. Owen se encontró con una población que poco a poco llegó a las 2.500 almas, formada por los elementos más heterogéneos y, en su mayor parte, más desmoralizados, y la transformó en una redonda colonia ejemplar en la que se desconocían el alcoholismo, la policía, el verdugo, los procesos, los asilos de pobres y la necesidad de la caridad material. Y lo consiguió, simplemente, colocando a las personas en una situación humana y digna, y educando sobre todo cuidadosamente a la nueva generación. Owen es el inventor de los jardines de infancia y parvularios, y el primero que los estableció. Los niños entraban en esas escuelas a los dos años, y en ellas se divertían tanto que no querían volver a casa. Mientras que las empresas competidoras trabajaban de trece a catorce horas diarias, en New Lanark se trabajaba sólo diez horas y media. Cuando una crisis algodonera impuso un paro de cuatro meses, los trabajadores parados siguieron recibiendo el salario completo. Y con todo eso la empresa había duplicado ampliamente su valor y siguió suministrando hasta el final a los propietarios un beneficio abundante.
Pero Owen no estaba satisfecho con eso. La existencia que había facilitado a sus trabajadores no era aún ni mucho menos, para su mirada, una existencia digna del hombre: "aquellas gentes eran esclavos míos". La situación relativamente favorable en que los había puesto estaba aún muy lejos de permitirles un desarrollo multilateral y racional del carácter y del entendimiento, por no hablar ya de una libre actividad vital.
Y, sin embargo, la parte trabajadora de aquellos 2.500 hombres producía tanta riqueza real para la sociedad cuanta podía, si acaso, producir, apenas medio siglo antes, una población de 600.000 seres humanos. Por eso me pregunté: ¿qué ocurre con la diferencia entre la riqueza consumida por las 1.500 personas y la que habrían tenido que consumir 600.000?
La respuesta estaba clara. Esa diferencia se había utilizado para entregar a los propietarios del establecimiento unos intereses del cinco por ciento sobre el capital de instalación y, además, 300.000 libras esterlinas largas (6.000.000 de marcos) de beneficio. Y lo que valía a este respecto para New Lanark valía aún en mayor medida de todas las fábricas en Inglaterra.
Sin esta nueva riqueza creada por las máquinas no habrían podido sostenerse las guerras contra Napoleón y por el mantenimiento de los principios sociales aristocráticos. Y, sin embargo, ese nuevo poder era una creación de la clase trabajadora.
A ella debían pertenecer también los frutos. Las nuevas gigantescas fuerzas productivas, utilizadas hasta ahora sólo para enriquecer a individuos y oprimir a las masas, ofrecían a Owen el fundamento de una nueva formación social, y debían destinarse a trabajar exclusivamente, como propiedad colectiva, por el bienestar colectivo.
Así surgió el comunismo de Owen, por la vía mental del hombre de negocios, como fruto, por así decirlo, del cálculo empresarial. Y siempre mantuvo ese mismo carácter orientado a lo práctico. Así, por ejemplo, en 1823 Owen propuso suprimir la miseria irlandesa mediante colonias comunistas, y presentó cálculos completos de los costes de instalación, las inversiones anuales y el rendimiento previsible. Por todo eso su definitivo plan del futuro contiene la elaboración técnica de los detalles con tal conocimiento concreto que, si se admite en general el método de reforma social de Owen, queda poco que objetar, desde el punto de vista técnico, contra sus detalles.
El paso al comunismo fue el decisivo punto de inflexión en la vida de Owen. Mientras se presentó como mero filántropo, cosechó riqueza, aplauso, honor y gloria. Fue el hombre más popular de Europa. No sólo sus compañeros de clase, sino incluso estadistas y príncipes le escucharon y aplaudieron. Pero la cosa cambió inmediatamente en cuanto apareció con sus teorías comunistas. Había sobre todo tres grandes obstáculos que parecían cerrarle el camino de la reforma social: la propiedad privada, la religión y la forma vigente del matrimonio. Cuando los atacó se daba cuenta de lo que le esperaba: la condena general por parte de la sociedad oficial y la pérdida de toda su posición social. Pero eso no le movió a dejar de atacar sin reparo aquellos obstáculos, y entonces ocurrió lo que él mismo había previsto. Desterrado de la sociedad oficial, mortalmente silenciado por la prensa, arruinado por fracasados intentos comunistas en América, para los que sacrificó toda su fortuna, Owen se sumió entonces directamente en la clase obrera, y aún vivió activo en su seno durante treinta años. Todos los movimientos sociales, todos los progresos reales conseguidos en Inglaterra en interés de los trabajadores, se enlazan con el nombre de Owen. En 1819, tras cinco años de esfuerzos, consiguió que se dictara la ley de limitación del trabajo de las mujeres y los niños en las fábricas. El presidió el Congreso en el cual las Trade-Unions de toda Inglaterra se unificaron en una grande comunidad sindical. El introdujo, como transición hacia la organización plenamente comunista de la sociedad, las cooperativas (de consumo y producción) que desde entonces han suministrado, por lo menos, la prueba práctica de que el comerciante y el fabricante son personas muy poco imprescindibles; introdujo también los bazares del trabajo, instituciones para el intercambio de productos del trabajo por medio de un papel-moneda fundado en el trabajo y cuya unidad era la hora de trabajo: esas instituciones tenían que fracasar necesariamente, pero anticipaban el banco de cambio proudhoniano, que es muy posterior, y del que se diferencian en que no pretende ser, como éste, la medicina universal para todos los males sociales, sino sólo un primer paso hacia una transformación mucho más radical de la sociedad.
Esos son los hombres a los que el soberano señor Dühring contempla con desprecio desde la altura de su "verdad definitiva de última instancia", de la cual dimos en la Introducción[4] algunos ejemplos. Y ese desprecio tiene ciertamente, en un aspecto, su razón suficiente se basa, en efecto, en una ignorancia realmente espantosa de los escritos de los tres utopistas. Así nos dice de Saint-Simon que
su idea básica ha sido en lo esencial acertada, y, si se prescinde de algunas exageraciones, sigue dando hoy día el impulso rector para verdaderas formaciones.
Mas aunque el señor Dühring parece haber tenido realmente en sus manos algunas de las obras de Saint-Simon, en vano buscamos por las veintisiete páginas que le dedica las "ideas básicas" de Saint-Simon; como nos ocurrió antes con lo que "significaba en Quesnay mismo" el Tableau económico; al final tenemos que contentarnos con la frase
que la imaginación y la pasión filantrópica..., con su natural tensión de la fantasía, dominan todo el círculo de ideas de Saint-Simon.
De Fourier no conoce ni recoge nuestro autor más que el novelesco detalle de las fantasías futuristas, las cuales, ciertamente, son "mucho más importantes" para probar la infinita superioridad del señor Dühring sobre Fourier que el investigar cómo Fourier "intenta de vez en cuando criticar la situación real". ¡De vez en cuando! A saber: casi en cada página de sus obras, las chispas de la sátira y la crítica revientan por encima de las miserias de la elogiada civilización. La frase equivale, digamos, a sostener que el señor Dühring declara sólo "de vez en cuando" que el señor Dühring es el pensador más grande de todos los tiempos. Y por lo que hace a las doce páginas enteras dedicadas a Roberto Owen, el señor Dühring no ha tenido absolutamente más fuente que la miserable biografía del filisteo Sargant, el cual no conocía tampoco los principales escritos de Owen: los que versan sobre el matrimonio y sobre las instituciones comunistas. Por eso el señor Dühring puede atreverse a sentar la audaz afirmación de que no es lícito "suponer en Owen un resuelto comunismo". Si el señor Dühring hubiera tenido simplemente en las manos el Book of the New Moral World de Owen, habría encontrado en él, dicho con todas las letras, no sólo el más resuelto de los comunismos —con obligación igual de trabajar y derecho igual de todos al producto (según la edad, como añade siempre Owen)—, sino, además, la elaboración completa del edificio de la comunidad comunista del futuro, con planta, alzada y panorama a vista de pájaro. Mas si el "estudio directo de los propios escritos de los representantes del círculo de ideas socialista" se limita al conocimiento de los títulos y, a lo sumo, del motto de algunos pocos de ellos, como hace el señor Dühring aquí, entonces, ciertamente, lo único que sale en limpio son esas afirmaciones necias y literalmente inventadas. Owen no sólo ha predicado el "comunismo resuelto", sino que además lo ha practicado durante cinco años (a fines de los treinta y principios de los cuarenta) en la colonia de Harmony Hall, en Hampshire, cuyo comunismo no deja nada que desear en cuanto a resolución. Yo personalmente he conocido a varios antiguos miembros de aquel experimento comunista. Sargant, en cambio, no sabe nada de ellos, como no sabe nada de toda la actividad de Owen entre 1836 y 1850, razón por la cual la "más profunda historiografía" del señor Dühring se queda también al respecto en una ignorancia negra como la pez. El señor Dühring llama a Owen "un monstruo de ]a impertinencia filantrópica desde todos los puntos de vista". Mas cuando el señor Dühring nos informa del contenido de libros que no conoce apenas sino por título y motto, no podemos permitirnos decir que él sea "un monstruo de impertinencia ignorante desde todos los puntos de vista". Pues, dicho por nosotros, eso sería brutal "insulto".
Los utopistas, como hemos visto, fueron utopistas porque no podían ser otra cosa en una época en la que la producción capitalista estaba aún tan poco desarrollada. Se vieron obligados a sacar de sus cabezas los elementos constructivos de una nueva sociedad, pues esos elementos no eran aún generalmente visibles en la sociedad vieja misma; los utopistas estaban limitados a apelar a la razón para establecer los rasgos básicos de su nueva construcción, porque no podían aún apelar a la historia contemporánea. Pero cuando ahora, casi ochenta años después de los utopistas. el señor Dühring sale a escena con la pretensión de construir el sistema "decisivo" de un nuevo orden social, no desarrollándolo a partir del material histórico presente y cristalizado, y como resultado necesario del mismo, sino despidiéndolo de su soberana cabeza, de su razón grávida de verdades definitivas, entonces él mismo, él que huele por todas partes epígonos, es a su vez un mero epígono de los utopistas, o el más reciente de los utopistas. El senor Dühring llama a los grandes utopistas "alquimistas sociales", de acuerdo: en su tiempo la alquimia era necesaria o inevitable. Pero después de aquella época la gran industria ha tomado las contradicciones que dormían en el modo de producción capitalista y las ha desarrollado hasta hacer de ellas tan violentas contraposiciones, que el próximo hundimiento de este modo de producción está, por así decirlo, al alcance de la mano; que las mismas nuevas fuerzas productivas no pueden mantenerse ni desarrollarse ulteriormente sino por la introducción de un nuevo modo de producción que corresponda a su actual grado de desarrollo; que la lucha de las dos clases engendradas por el actual modo de producción, reproducidas por él en contraposición cada vez más aguda, afecta ya a todos los países civilizados y se hace cada día más violenta, y que ya se ha logrado la comprensión de esa conexión histórica de las condiciones de la transformación social que ella misma hace necesaria y de los rasgos básicos de esa transformación, también condicionados por la misma realidad histórica. El señor Dühring, en vez de partir del material económico ya conseguido, lo fabrica todo con su sublime cráneo, obtiene así un nuevo orden social utópico, y comete, al hacerlo, no simple "alquimia social": más bien se comporta como uno que, tras el descubrimiento y la formulación de las leyes de la química moderna, quisiera restablecer la vieja alquimia y utilizar los pesos atómicos, las formas moleculares, las valencias de los átomos, la cristalografía y el análisis espectral exclusivamente para dar con la piedra filosofal.
Notas del traductor:
[1] Esta alusión de Engels tiene por objeto una campaña crítica que Dühring realizó contra las costumbres académicas, la organización y el funcionamiento de las universidades alemanas de la época. En represalia quedó Dühring apartado de la enseñanza.
[2] Este paso de Anti-Dühring es unos de los últimos lugares en que la voz "burguesa" tiene un sentido ambiguo entre lo que hoy (1976) se llama burgués y lo que se llama civil, cívico. Como traducción de bürgerliche Gesellschaft se podría dar aquí fundadamente "sociedad civil", no necesariamente "sociedad burguesa". Se trata, en cualquier caso, de una sociedad en la cual lo político (el estado principalmente) no se presenta como elemento de lo social (economía, cultura, costumbres no legisladas, etc.), sino separado de ello. En alemán se ha conservado para ambos sentidos (clase burguesa, sociedad civil con escisión de lo político) un mismo término, bürgerlich, que es la voz germánica sobre cuya raíz (Burg) han construido las lenguas neolatinas "burgo", "burgués", "burguesía". El hecho de que la burguesía del siglo XIX haya sido la clase social que más cerca ha estado de consumar la separación (por relativa que fuera) entre lo político y lo social ha consolidado en alemán la ambigüedad de bürgerlich, empujando a los escritores de estas materias a usar el francés bourgeoisie para referirse a la clase burguesa.
El tratamiento del concepto de sociedad civil por Hegel ha sido importante en la educación del pensamiento político de Marx y Engels.
[3] "Tormenta y embate", el nombre sel movimiento literario alemán protagonizado por Schiller.
[4] El llamar "Introducción" a la parte filosófica del libro se debe a su forma primera de aparición como artículos de periódico.