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LA REVOLUCION DE LA CIENCIA DE EUGENIO DÜHRING
("ANTI-DÜHRING")

F. Engels


SECCIÓN PRIMERA: FILOSOFÍA

IX. MORAL Y DERECHO. VERDADES ETERNAS

Nos abstendremos de dar muestras del revoltijo de sentencias triviales y de oráculo, del vulgar cuento que el señor Dühring ofrece a sus lectores durante cincuenta páginas enteras como ciencia radical de los elementos de la consciencia. No vamos a citar más que lo siguiente:

Según esto, los animales son los pensadores más propios y peculiares, pues que su pensamiento no está jamás turbado por la imperiosa mezcla del lenguaje. Ciertamente, ante los pensamientos dühringianos y el lenguaje que los expresa se ve lo poco que están hechos esos pensamientos para ninguna lengua, y lo poco que está hecha la alemana para esos pensamientos.

De todo esto nos libera finalmente la cuarta sección del libro, la cual nos ofrece, además de aquellas fluidas gachas verbales, algo tangible de vez en cuando acerca de la moral y el derecho. La invitación al viaje por los demás cuerpos celestes se nos presenta esta vez nada más empezar:

El hecho de que la validez de las verdades dühringianas para todos los demás mundos posibles se coloque esta vez al principio del capítulo correspondiente, en vez de al final, tiene su razón suficiente. Una vez establecida la validez de las ideas dühringianas de moral y justicia para todos los mundos, resulta más fácil ampliar benéficamente su validez para todos los tiempos. Y también aquí se trata de verdades definitivas de última instancia. Nada menos.

Hemos ido recogiendo tranquilamente hasta el momento todas esas pomposas sentencias del señor Dühring sobre verdades definitivas de última instancia, soberanía del pensamiento, absoluta seguridad del conocimiento, etc., porque había que llevar primero el desarrollo hasta el punto al que hemos llegado. Hasta ahora bastaba con una investigación acerca de la medida en la cual las diversas afirmaciones de la filosofía de la realidad tienen "validez soberana" y "pretensión incondicionada a la verdad"; ahora llegamos a la cuestión de si hay productos del conocimiento humano en general que puedan tener validez soberana y pretensión incondicionada a la verdad, y cuáles son ellos. Y al decir conocimiento humano no lo hago en absoluto con intención de ofender a los habitantes de otros cuerpos celestes, a los que no tengo el honor de conocer, sino sólo porque también los animales conocen, aunque no soberanamente. El perro reconoce en su dueño a su Dios, aunque ese dueño puede ser el mayor sinvergüenza.

¿Es soberano el pensamiento humano? Antes de poder contestar sí o no tenemos que averiguar qué es el pensamiento humano. ¿Es el pensamiento de un individuo? No. Pero no existe sino como pensamiento individual de muchos miles de millones de hombres pasados, presentes y futuros. Si digo que este pensamiento, unificado en mi imaginación, de todos esos hombres, incluidos los futuros, es soberano, capaz de conocer el mundo existente, siempre que la humanidad dure lo suficiente y siempre que ni los órganos ni los objetos contengan límites a ese conocimiento, no digo más que una trivialidad bastante estéril. Pues el resultado más valioso de esa reflexión debería consistir en hacernos sumamente desconfiados respecto de nuestro actual conocimiento, ya que según toda probabilidad nos encontramos aún bastante al comienzo de la historia humana, y las generaciones que nos corregirán serán probablemente mucho más numerosas que aquellas cuyo conocimiento corregimos nosotros, con bastante desprecio a menudo.

El propio señor Dühring declara necesario que la consciencia, y por tanto también el pensamiento y el conocimiento, tenga que manifestarse sólo a través de una serie de seres individuales. No podemos atribuir soberanía al pensamiento de cada uno de esos individuos más que en el sentido de que no conocemos ningún poder que sea capaz de imponerle por la fuerza, estando él sano y despierto, algún pensamiento. Mas por lo que hace a la validez soberana de los conocimientos de cada individuo, todos sabemos que es imposible afirmarla, y que, según toda la experiencia conocida, esos conocimicntos contienen sin excepción muchas más cosas corregibles que imperfectibles o correctas.

Dicho de otro modo: la soberanía del pensamiento se realiza en una serie de hombres que piensan de un modo nada soberano; el conocimiento con pretensión incondicionada a la verdad se realiza en una serie de errores relativos; ni la una ni el otro pueden realizarse plenamente sino mediante una duración infinita de la humanidad.

Tenemos aquí de nuevo la misma contradicción encontrada antes entre el carácter del pensamiento humano, necesariamente representado como absoluto, y su realidad en hombres individuales de pensamiento obviamente limitado; es una contradicción que no puede resolverse más que en el progreso infinito, en la sucesión, prácticamente al menos infinita para nosotros, de las generaciones humanas. En este sentido el pensamiento humano es tan soberano cuanto no soberano, y su capacidad de conocimiento es tan ilimitada como limitada. Soberano e ilimitado según la disposición, la inspiración, la posibilidad, el objetivo histórico final; no soberano, limitado, según la realización individual y la realidad de cada momento.

Lo mismo ocurre con las verdades eternas. Si alguna vez llegara la humanidad al punto de no operar más que con verdades eternas, con resultados del pensamiento que tuvieran validez soberana y pretensión incondicionada a la verdad, habría llegado con eso al punto en el cual se habría agotado la infinitud del mundo intelectual según la realidad igual que según la posibilidad; pero con esto se habría realizado el famosísimo milagro de la infinitud finita.

Pero ¿no hay verdades tan firmes que toda duda a su respecto nos parece locura? Por ejemplo, que dos por dos son cuatro, que los tres ángulos de un triángulo suman dos rectos, que París está en Francia, que un hombre sin alimentar muere de hambre, etc. ¿Hay, pues, verdades etemas, verdades definitivas de última instancia?

Ciertamente. Es de antiguo sabido que podemos dividir todo el ámbito del conocimiento en tres grandes sectores. El primero comprende todas las ciencias que se ocupan de la naturaleza inerte y que son más o menos susceptibles de tratamiento matemático: la matemática, la astronomía, la mecánica, la física, la química. El que guste de aplicar palabras majestuosas a cosas muy sencillas, puede decir que ciertos resultados de estas ciencias son verdades eternas, definitivas verdades de última instancia: razón por la cual se ha llamado exactas a estas ciencias. Pero no todos los resultados. Con la introducción de las magnitudes variables y la ampliación de su variabilidad hasta lo infinitamente pequeño y lo infinitamente grande, la matemática, tan rigurosa en general en sus costumbres, ha cometido su pecado original; ha comido la manzana del conocimiento, la cual le ha abierto la vía de los éxitos más gigantescos, pero también de los errores. Se perdió para siempre el virginal estado de la validez absoluta, de la inapelable demostración de todo lo matemático; empezó el reino de las controversias, y hemos llegado ahora a una situación en la cual la mayoría de la gente diferencia e integra no porque entienda lo que hace, sino por mera fe, porque el resultado ha sido hasta ahora siempre correcto. Aún peor es lo que ocurre en la astronomía y la mecánica, y en la física y la química uno se encuentra en medio de hipótesis como en medio de un enjambre de abejas. Ni tampoco es la ciencia posible de otra manera. En física nos encontramos con el movimiento de moléculas, en química con la formación de moléculas a partir de átomos y, a menos que la interferencia de las ondas luminosas sea una fábula, no tenemos perspectiva alguna de poner jamás ante nuestros ojos esos interesantes objetos y verlos. Las verdades definitivas de última instancia van a resultar curiosamente escasas con el tiempo.

Aún peor estamos con la geología, la cual, por su naturaleza misma, se ocupa de procesos en los cuales no hemos estado presentes ni nosotros ni ningún hombre. La cosecha de verdades definitivas de última instancia es consiguientemente cosa de mucho esfuerzo y, por tanto, muy escasa.

La segunda clase de ciencias es la que comprende la investigación de los organismos vivos. En este terreno se despliega una tal multiplicidad de interacciones y causalidades que toda cuestión resuelta, plantea una multitud de cuestiones ulteriores, y cada cuestión particular no puede generalmente resolverse sino a pasos parciales, mediante una serie de investigaciones que a menudo requieren siglos; y la necesidad de concepción sistemática de las conexiones obliga siempre y de nuevo a rodear las verdades definitivas de última instancia con todo un bosque exuberante de hipótesis. Piénsese en la larga serie de estados intermedios que han sido necesarios, desde Galen hasta Malpighi, para establecer correctamente una cosa tan sencilla como la circulación de la sangre en los mamíferos, o lo poco que sabemos del origen de los corpúsculos de la sangre, o la cantidad de eslabones intermedios que nos faltan, por ejemplo, para enlazar las manifestaciones de una enfermedad con sus causas en una conexión racional. Frecuentemente se producen además descubrimientos como el de la célula, que nos obligan a someter a una revisión total todas las verdades definitivas de última instancia registradas hasta el momento en el campo de la biología, y a eliminar para siempre un gran montón de ellas. Por tanto, el que en este ámbito quiera establecer auténticas verdades inmutables tendrá que contentarse con trivialidades como: todos los hombres tienen que morir, todos los mamíferos hembras tienen glándulas mamarias, etc.; ni siquiera podrá decir que los animales superiores digieren con el estómago y los intestinos y no con la cabeza, pues la actividad nerviosa centralizada en la cabeza es necesaria para la digestión.

Pero aún peor es la situación de las verdades eternas en el tercer grupo de ciencias, el grupo histórico, que estudia las condiciones vitales de los hombres, las situaciones sociales, las formas jurídicas y estatales con su sobrestructura ideal de filosofía, religión, arte, etc., en su sucesión histórica y en su resultado actual. En la naturaleza orgánica nos encontramos por lo menos con una sucesión de procesos que, en la medida en que se trata de nuestra observación inmediata, se repiten con bastante regularidad en el seno de límites bastante amplios. Las especies orgánicas siguen siendo a grandes rasgos las mismas que en tiempos de Aristóteles. En cambio, en la historia de la sociedad las repeticiones de situaciones son excepcionales, no son la regla, en cuanto rebasamos las situaciones primitivas de la humanidad, la llamada edad de piedra, y cuando se producen tales repeticiones no tienen lugar nunca exactamente en las mismas condiciones. Así ocurre, por ejemplo, con la presencia de la propiedad colectiva originaria de la tierra en todos los pueblos cultos y la forma de su disolución. Por eso en el terreno de la historia humana estamos con nuestra ciencia mucho más atrasados que en el de la biología; aún más: cuando excepcionalmente se llega a conocer la conexión interna de las formas de existencia sociales y políticas de una época, ello ocurre por regla general cuando esas formas están ya en parte sobreviviéndose a sí mismas y caminan hacia su ruina. El conocimiento es, pues, aquí esencialmente relativo, en cuanto se limita a la comprensión de la coherencia y las consecuencias de ciertas formas de sociedad y estado existentes sólo en un tiempo determinado y para pueblos dados, y perecederas por naturaleza. El que en este terreno quiera salir a la caza de verdades definitivas de última instancia, de verdades auténticas y absolutamente inmutables, conseguirá poco botín, como no sean trivialidades y lugares comunes de lo más grosero, como, por ejemplo, que los hombres no pueden en general vivir sin trabajar, que por regla general se han dividido hasta ahora en dominantes y dominados, que Napoleón murió el 5 de mayo de 1821, etc.

Pero es muy curioso que las supuestas verdades eternas, las verdades definitivas de última instancia, etc., se nos propongan las más de las veces precisamente en este terreno. En realidad, sólo proclama verdades eternas como el que dos y dos son cuatro, el que los pájaros tienen pico u otras afirmaciones semejantes, aquel que procede con la intención de basarse en la existencia de verdades eternas en general para inferir que también en el terreno de la historia humana hay verdades eternas, una moral eterna, una justicia eterna, etc., las cuales aspiran a una validez y un alcance análogos a los de las nociones y aplicaciones de la matemática. En este caso podemos esperar con toda seguridad que dicho amigo de la humanidad va a aprovechar la primera ocasión para declararnos que todos los anteriores fabricantes de verdades eternas fueron más o menos asnos y charlatanes, estuvieron todos presos en el error y fracasaron completamente; tras de lo cual considerará que la existencia del error de aquéllos y de su falibilidad es una ley natural y prueba de la existencia de la verdad y el acierto en él; él, el profeta último, trae la verdad definitiva de última instancia, la moral eterna, la justicia eterna, ya lista y terminada en su mochila. Todo esto ha ocurrido tantos centenares y miles de veces que hay que asombrarse de que haya hombres lo suficientemente crédulos para creer eso no ya de otros, sino de sí mismos. Pese a lo cual estamos ahora al menos en presencia de un tal profeta, sumido en cólera altamente moral, según vieja costumbre, cuando otras gentes se niegan a admitir que algún individuo sea capaz de suministrar la verdad definitiva de última instancia. Esa negación, incluso la mera duda, es, según él, un estado de debilidad, grosera confusión, nulidad, skepsis corrosiva peor que el mero nihilismo, confuso caos y otras tantas cosas amables más. Como en todos los profetas, tampoco aquí se procede por investigación crítico-científica para alcanzar el juicio, sino que se condena sin más con truenos morales.

Habríamos podido añadir a las ciencias citadas antes las que investigan las leyes del pensamiento humano, es decir, la lógica y la dialéctica. Pero tampoco en ellas es mejor la situación de las verdades eternas. El señor Dühring declara que la dialéctica propiamente dicha es un contrasentido, y los muchos libros que sobre lógica se han escrito y siguen escribiéndose prueban suficientemente que también en esto las verdades definitivas de última instancia crecen mucho más dispersas de lo que algunos creen.

Por lo demás, no tenemos en absoluto que aterrarnos porque el nivel del conocimiento en el que hoy nos encontramos sea tan poco definitivo como todos los anteriores. Es ya un estadio que abarca un gigantesco material de comprensión y experiencia y exige una gran especialización de los estudios de todo aquel que quiera familiarizarse con alguna rama. Mas el que se empeñe en aplicar el criterio de la verdad auténtica, inmutable y definitiva de última instancia a conocimientos que por la misma naturaleza de la cosa o bien van a ser relativos para largas series de generaciones, sin poder completarse sino parcial y progresivamente, o bien, como la cosmogonía, la geología, la historia humana, ya por las deficiencias del material histórico serán siempre incompletos y con lagunas, ese tal no prueba con ello más que su propia ignorancia y desorientación, incluso en el caso de que, a diferencia de lo que ocurre con nuestro autor, el fondo verdadero de su posición no sea la pretensión de infalibilidad personal. Verdad y error, como todas las determinaciones del pensamiento que se mueven en contraposiciones polares, no tienen validez absoluta más que para un terreno extremadamente limitado, como acabamos de ver, y como también el señor Dühring vería si tuviera un poco de familiaridad con los rudimentos de la dialéctica, los cuales se refieren precisamente a la insuficiencia de todos los contrapuestos polares. En cuanto que la aplicamos fuera de aquel estrecho ámbito antes indicado, la contraposición de verdad y error se hace relativa y, con ello, inutilizable para un modo de expresión rigurosamente científico; por lo que, si intentamos seguir aplicándola como absolutamente válida fuera de aquel terreno, llegamos definitivamente a la quiebra; los dos polos de la contraposición mutan en su contrario, la verdad se hace error y el error se hace verdad. Tomemos como ejemplo la conocida ley de Boyle según la cual a temperatura constante el volumen de los gases es inversamente proporcional a ]a presión que soportan. Regnault descubrió que esta ley no vale en todos los casos. Si hubiera sido un filósofo de la realidad, se habría visto obligado a decir: la ley de Boyle es mutable; por tanto, no es una verdad auténtica; por tanto, no es ninguna verdad en absoluto; por tanto, es un error. Pero con esto habría cometido un error bastante mayor que el contenido en la ley de Boyle; su grano de verdad habría desaparecido en un montón de arena del error; habría convertido su resultado, inicialmente correcto, en un error, en comparación del cual la ley de Boyle, junto con el elemento de error que la afecta, parecería la verdad. Como hombre de ciencia, Regnault no cayó en tal infantilismo, sino que siguió investigando y halló que la ley de Boyle no es en general sino aproximadamente correcta, y particularmente que pierde su validez en gases que por presión puedan licuarse, y ello en cuanto que la presión se acerca al punto en el cual se presenta la licuefacción. La ley de Boyle resulta, pues, correcta sólo dentro de determinados límites. Mas ¿es absolutamente, definitivamente válida dentro de esos límites?

Ningún físico hará tal afirmación. Dirá más bien que tiene validez dentro de ciertos límites de presión y temperatura y para determinados gases; y tampoco excluirá que dentro de esos mismos límites estrechos exista la posibilidad de que futuras investigaciones pongan aún una limitación más estricta o den de la misma una nueva versión.[1]

Tal es, pues, la situación de las verdades definitivas de última instancia en la física, por ejemplo. Por eso los trabajos realmente científicos evitan sistemáticamente expresiones dogmático- morales tales como error y verdad, mientras que estas expresiones nos salen constantemente al paso en escritos como la filosofía de la realidad, en los que una vacía cháchara quiere imponersenos como el resultado más soberano del soberano pensamiento.

Pero un lector ingenuo podría preguntarse: ¿Dónde ha dicho explícitamente el señor Dühring que el contenido de su filosofía de la realidad sea verdad definitiva y precisamente de última instancia? ¿Dónde? Pues, por ejemplo, en el ditirambo a su sistema (pág. 13) que citamos parcialmente en el capítulo segundo. O cuando, en la frase antes citada, dice que las verdadcs morales, en cuanto reconocidas hasta su fundamento último, reivindican validez análoga a la de las nociones matemáticas. Y ¿no afirma el señor Dühring que, desde su punto de vista realmente crítico y por medio de su investigación que llega hasta las raíces, ha penetrado hasta esos fundamentos últimos, hasta los esquemas básicos, con lo que ha dado a las verdades morales carácter definitivo de última instancia? Pues si el señor Dühring no ha sentado esa pretensión para sí mismo ni para su época, si sólo quiere decir que alguna vez, en el gris y nebuloso futuro, pueden formularse verdades definitivas de última instancia, si, pues, quiere decir lo mismo, aproximadamente aunque más confusamente, que la "skepsis corrosiva" y la "grosera confusión", entonces ¿para qué todo ese ruido, qué es lo que desea este señor?

Si con la verdad y el error no hemos podido hacer mucho camino, con el bien y el mal vamos a hacer aún menos. Esta contraposición se mueve exclusivamente en el terreno moral, es decir, en un terreno perteneciente a la historia humana, y en él las verdades definitivas de última instancia se encuentran precisamente con la mayor escasez. Las nociones de bien y mal han cambiado tanto de un pueblo a otro y de una época a otra que a menudo han llegado incluso a contradecirse. (Alguien podrá sin duda replicar que el bien no es el mal ni el mal el bien, y que si se confunden el bien y el mal se suprime toda moralidad y cada cual puede hacer o dejar de hacer lo que quiera.) Esta es también la opinión del señor Dühring, en cuanto se le quita todo el estilo sentencioso de oráculo. No obstante, la cuestión no es tan fácil de liquidar. Si tan sencilla fuera, tampoco habría discusión sobre el bien y el mal, todo el mundo sabría lo que son el bien y el mal. Pero ¿cuál es hoy la situación? ¿Qué moral se nos predica hoy? Hay, por de pronto, la cristiano- feudal, procedente de viejos tiempos creyentes, que se divide fundamentalmente en una moral católica y otra protestante, con subdivisiones que van desde la jesuítico-católica y la protestante ortodoxa hasta la moral laxa ilustrada. Se tiene además la moral moderno- burguesa y, junto a ésta, la moral proletaria del futuro, de modo que ya en los países más adelantados de Europa el pasado, el presente y el futuro suministran tres grandes grupos de teorías morales que tienen una vigencia contemporánea y copresente. ¿Cuál es la verdadera? Ninguna de ellas, en el sentido de validez absoluta y definitiva; pero sin duda la moral que posee más elementos de duración es aquella que presenta el futuro en la transformación del presente, es decir, la moral proletaria.

Mas al ver que las tres clases de la sociedad moderna, la aristocracia feudal, la burguesía y el proletariado, tienen cada una su propia moral, no podemos sino inferir de ello que en última instancia los hombres toman, consciente o inconscientemente, sus concepciones éticas de las condiciones prácticas en que se funda su situación de clase, es decir, de las situaciones económicas en las cuales producen y cambian.

Pero en las tres teorías morales antes indicadas hay cosas comunes a todas: ¿no puede ser esto, por lo menos, una pieza de la moral válida para las tres? Aquellas teorías morales representan tres estadios diversos de una misma evolución histórica. Tienen, pues, un trasfondo histórico común, y, ya por eso, necesariamente, muchas cosas comunes. Aún más. Para estadios evolutivos económicos iguales o aproximadamente iguales, las teorías morales tienen que coincidir necesariamente en mayor o menor medida. A partir del momento en que se ha desarrollado la propiedad privada de los bienes muebles, todas las sociedades en las que valía esa propiedad privada tuvieron que poseer en común el mandamiento moral "No robarás".

¿Se convierte por ello este mandamiento en mandamiento moral eterno? En modo alguno. En una sociedad en la que se eliminen los motivos del robo, en la que a la larga no puedan robar sino, a lo sumo, los enfermos mentales, sería objeto de burla el predicador moral que quisiera proclamar solemnemente la verdad eterna "No robarás".

Rechazamos, por tanto, toda pretensión de que aceptamos la imposición de cualguier dogmática moral como ley ética eterna, definitiva y por tanto inmutable, por mucho que se nos exhiba el pretexto de que también el mundo moral tiene sus principios permanentes, situados por encima de la historia y de las diferencias entre los pueblos. Afirmamos, por el contrario, que toda teoría moral que ha existido hasta hoy es el producto, en última instancia, de la situación económica de cada sociedad. Y como la sociedad se ha movido hasta ahora en contraposiciones de clase, la moral fue siempre una moral de clase; o bien justificaba el dominio y los intereses de la clase dominante, o bien, en cuanto que la clase oprimida se hizo lo suficientemente fuerte, representó la irritación de los oprimidos contra aquel dominio y los intereses de dichos oprimidos, orientados al futuro. Todo esto no nos hace dudar de que, al igual que en las demás ramas del conocimiento humano, también en la moral se ha producido a grandes rasgos un progreso. Pero todavía no hemos rebasado la moral de clase. Una moral realmente humana que esté por encima de las contraposiciones de clase, y por encima del recuerdo de ellas, no será posible sino en un estadio social que no sólo haya superado la contraposición de clases, sino que la haya además olvidado para la práctica de la vida.

Con esto podrá apreciarse el orgullo del señor Dühring que, desde el corazón de la sociedad de clases, presenta la pretensión de imponer a la sociedad futura y sin clases, en vísperas de una revolución social, una moral etema, independiente de la época y de las transformaciones reales. Aun suponiendo —cosa para nosotros hasta el momento desconocida— que el señor Dühring entendiera por lo menos en sus rasgos fundamentales la estructura de esa sociedad futura.

He aquí, por último, una revelación "básicamente propia", pero no por ello menos "penetrante hasta las raíces": por lo que hace al origen del mal,

El mal es el gato. El diablo, pues, no tiene cuernos ni pezuña, sino uñas retráctiles y ojos verdes. Y Goethe cometió un error imperdonable al presentar a Mefistófeles como perro negro en vez de bajo la forma del sudodicho gato. El mal es el gato. Esta es la moral no sólo para todos los mundos, sino también ¡para el gato!



[1] Esto parece haberse confirmado desde que lo escribí. Tras las nuevas investigaciones de Mendeleiev y Boguski con aparatos más precisos, todos los gases auténticos han mostrado una relación variable entre la presión y el volumen; el coeficiente de expansión ha resultado positivo en el hidrógeno para todas las presiones aplicadas hasta ahora (el volumen disminuyó más lentamente de lo que aumentaba la presión); para el aire atmostérico y los demás gases estudiados se halló para cada uno un punto cero de presión, de tal modo que para presión menor aquel coeficiente es positivo, y para presión mayor negativo. La ley de Boyle, aun prácticamente utilizable hasta hoy, va a necesitar, pues, como complemento toda una serie de leyes especiales. (Ahora —1885— sabemos que no hay en absoluto gases "auténticos". Todos han sido reducidos a estado fluido-líquido.)




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