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LA REVOLUCION DE LA CIENCIA DE EUGENIO DÜHRING
("ANTI-DÜHRING")

F. Engels


SECCIÓN PRIMERA: FILOSOFÍA

VI. FILOSOFÍA DE LA NATURALEZA. COSMOGONÍA, FÍSICA, QUÍMICA

En el ulterior desarrollo llegamos a las teorías sobre el modo como se ha originado el mundo actual.

Un estado universal de dispersión de la materia ha sido ya, según nuestro autor, la idea inicial de los filósofos jónicos, pero, especialmente desde Kant, la suposición de una nebulosa primitiva ha desempeñado un nuevo papel, posibilitando la gravitación y la irradiación de calor la formación paulatina de los cuerpos celestes sólidos particulares. La contemporánea teoría mecánica del calor permite formular de un modo mucho más preciso las inferencias referentes a los anteriores estados del universo. Pese a todo esto, "el estado gaseoso de dispersión no puede constituir un punto de partida de serias deducciones más que en el caso de que se consiga caracterizar más precisamente el sistema mecánico dado en él. En otro caso no sólo queda muy nebulosa en la práctica la idea, sino que la nebulosa originaria se va haciendo realmente, en el curso de las deducciones, cada vez más densa e impenetrable...; por de pronto se queda todo en la vaguedad y lo informe de una idea de difusión que no es ulteriormente precisable", y así tenemos "con ese universo gaseoso una concepción realmente muy nebulosa".

La teoría kantiana del origen de todos los cuerpos celestes actuales a partir de masas nebulosos en rotación ha sido el mayor progreso conseguido por la astronomía desde Copérnico. Por vez primera se osó atentar contra la idea de que la naturaleza no tiene historia alguna en el tiempo. Hasta entonces los cuerpos celestes se habían considerado fijos desde el primer momento en órbitas y estados siempre idénticos; y aunque los seres vivos se extinguieran en los cuerpos celestes particulares, los géneros y las especies se consideraban también inmutables. Sin duda la naturaleza se encontraba, de un modo obvio, en constante movimiento, pero ese movimiento parecía la repetición incesante de los mismos procesos. Kant abrió la primera brecha en esa representación, tan conforme con el modo metafísico de pensar, y lo hizo de modo tan científico que la mayoría de los argumentos utilizados por él siguen siendo hoy válidos. Cierto que la teoría kantiana sigue siendo hoy día, hablando con rigor, una hipótesis. Pero tampoco el sistema copernicano es más que eso hoy día, y tras la prueba espectroscópica de la existencia de tales masas incandescentes de gases en el espacio, prueba que destruye toda resistencia, la oposición científica a la teoría de Kant se ha sumido en el silencio. Tampoco el señor Dühring consigue llevar a cabo su construcción del mundo sin un tal estadio nebular, pero se venga de ello exigiendo que se le muestre el sistema mecánico existente en dicho estado de nebulosa, y cubriendo entonces de despectivos adjetivos la hipótesis de la nebulosa por el hecho de que es imposible indicarle dicho sistema mecánico. La ciencia contemporánea no puede, en efecto, caracterizar ese sistema de un modo que satisfaga al señor Dühring. Del mismo modo se encuentra imposibilitada de dar respuesta a muchas otras preguntas. Por ejemplo, a la pregunta ¿por qué no tienen cola los sapos? tiene que limitarse por ahora a contestar: porque la han perdido. Pero si ante esto decidiéramos indignarnos y decir que todo esto se mantiene en la vaguedad y lo informe de una idea de pérdida no precisable ulteriormente y una concepción sumamente nebulosa, una tal aplicación de la moral a la ciencia de la naturaleza no nos haría avanzar en absoluto. En todo caso es posible formular esas expresiones poco amables de enfado, y precisamente no suelen aplicarse a nada y en ningún campo. ¿Quién impide al señor Dühring mismo descubrir el sistema mecánico de la nebulosa originaria?

Por suerte descubrimos ahora que la masa nebular kantiana

Esto es una verdadera suerte para Kant, el cual pudo contentarse con la posibilidad de retroceder desde los cuerpos celestes actuales hasta la esfera nebular, sin soñar siquiera en un estado de la materia simpre idéntico consigo mismo. Sea dicho de paso, el que en la actual ciencia de la naturaleza la esfera nebular de Kant se designe como nebulosa originaria debe entenderse, como es obvio, de un modo meramente relativo. Se trata de una niebla originaria, por una parte, como origen de los cuerpos celestes hoy existentes y, por otra parte, como la forma más antigua de la materia a la que hoy podemos retrotraernos. Lo cual no excluye en modo alguno, sino que condiciona más bien la posibilidad de que la materia haya atravesado antes de la nebulosa originaria una serie infinita de otras formas diversas.

El señor Dühring se da cuenta de que en este punto puede jugar con cierta ventaja. En el lugar en que nosotros tenemos que detenernos, con la ciencia, junto a la nebulosa por ahora originaria, él puede seguir mucho más allá, con la ayuda de su ciencia de la ciencia, hasta aquel

—es decir, que no puede concebirse de ninguna manera—.

Está claro que aún nos falta mucho para liberarnos del estado originario y autoidéntico de la materia. Aquí se le llama unidad de materia y fuerza mecánica, lo cual es una fórmula lógico- real, etc. Así, pues, en cuanto termine la unidad de materia y fuerza mecánica empezará el movimiento.

La forma lógico- real no es más que un tímido intento de aprovechar las categorías hegelianas del en- sí y el para- sí para la filosofía de la realidad. Para Hegel, la identidad originaria de las contraposiciones sin desarrollar y ocultas en una cosa, un hecho o un concepto, consiste en el en- sí; en el para- sí aparece la diferenciación y separación de esos elementos ocultos, y empieza su pugna. Tenemos, pues, que representarnos el inmóvil estado originario como unidad de materia y fuerza mecánica, y la transición al movimiento como separación y contraposición de una y otra. Lo que con ello hemos ganado no es la prueba de la realidad de aquel estado originario fantástico, sino, simplemente, la posibilidad de concebirlo bajo la categoría hegeliana del en- sí, así como la de concebir su no menos fantástico final bajo la categoría del para- sí. ¡Socórrenos, Hegel!

La materia, dice el señor Dühring, es la portadora de todo lo real, por lo cual no puede haber fuerza mecánica alguna fuera de la materia. La fuerza mecánica es un estado de la materia. Ahora bien: en el estado originario, en el que nada sucede, la materia y su estado, la fuerza mecánica, eran una sola cosa. Luego, cuando empezó a ocurrir algo, el estado en cuestión tiene evidentemente que haberse diferenciado de la materia. Y con estas místicas frases tenemos que contentarnos, junto con la garantía de que el estado idéntico a sí mismo no era estático ni dinámico, no se encontraba en equilibrio ni en movimiento. Seguimos sin saber dónde estaba la fuerza mecánica en aquel estado, ni cómo vamos a pasar de la absoluta inmovilidad al movimiento sin un primer impulso externo, es decir, sin Dios.

Los materialistas anteriores al señor Dühring hablaban de materia y movimiento. El reduce el movimiento a la fuerza mecánica, como supuesta forma fundamental del mismo, y se imposibilita con eso el entendimiento de la real conexión entre materia y movimiento, la cual, por lo demás, también fue oscura para todos los materialistas anteriores. Y, sin embargo, la cosa es suficientemente clara. El movimiento es el modo de existencia de la materia. Jamás y en ningún lugar ha habido materia sin movimiento, ni puede haberla. Movimiento en el espacio cósmico, movimiento mecánico de masas menores en cada cuerpo celeste, vibraciones moleculares como calor, o como corriente eléctrica o magnética, descomposición y composición químicas, vida orgánica: todo átomo de materia del mundo y en cada momento dado se encuentra en una u otra de esas formas de movimiento, o en varias a la vez. Todo reposo, todo equilibrio es exclusivamente relativo, y no tiene sentido más que respecto de tal o cual forma determinada de movimiento. Por ejemplo: un cuerpo puede encontrarse en la Tierra en equilibrio mecánico, puede estar mecánicamente en reposo; pero esto no impide que participe del movimiento de la Tierra y del de todo el sistema solar, del mismo modo que tampoco impide a sus mínimas partículas físicas realizar las vibraciones condicionadas por su temperatura, ni a sus átomos atravesar un proceso químico. La materia sin movimiento es tan impensable como el movimiento sin la materia. El movimiento es, por tanto, tan increable y tan indestructible como la materia misma; lo cual ha sido formulado por la antigua filosofía (Descartes) diciendo que la cantidad de movimiento presente en el mundo es constante. El movimiento no puede pues, crearse, sino sólo transformarse y transportarse. Cuando el movimiento pasa de un cuerpo a otro, puede sin duda considerársele en la medida en que se transfiere, en que es activo, como la causa del movimiento, y como pasivo cuando es el objeto transferido. Llamamos fuerza a ese movimiento activo y manifestación de fuerza al pasivo. Con lo que queda claro como el agua que la fuerza es tanta cuanta su manifestación, pues en ambos casos lo que tiene lugar es el mismo movimiento.

Por todo ello, un estado inmóvil de la materia resulta ser una de las representaciones más vacías y desdibujadas, una pura "fantasía febril". Para llegar a ella hay que representarse el equilibrio mecánico relativo en el que puede encontrarse un cuerpo en esta Tierra como un reposo absoluto, para generalizarlo luego al conjunto del universo. Esto queda sin duda facilitado por la reducción del movimiento universal a mera fuerza mecánica. Y entonces esa limitación del movimiento a mera fuerza mecánica ofrece además la ventaja de poder representarse una fuerza como algo en reposo, atado, es decir, ineficiente por el momento. Pues si la transmisión del movimiento es, como ocurre muy a menudo, un proceso un tanto complicado con diversos eslabones intermedios, puede entonces diferirse la transmisión real a un momento cualquiera, abandonando simplemente el último eslabón de la cadena. Así ocurre, por ejemplo, cuando se carga una escopeta y uno se reserva el momento en el cual, oprimiendo el gatillo, va a tener lugar la descarga, es decir, la transmisión del movimiento liberado por la combustión de la pólvora. Así puede uno imaginarse que mientras ha durado el estado inmóvil e idéntico consigo mismo la materia estaba cargada de fuerza, y esto es lo que parece entender el señor Dühring —si realmente entiende algo— por unidad de materia y fuerza mecánica. Esta idea es absurda, porque generaliza en términos absolutos al universo un estado que es por su naturaleza relativo, y al cual, por tanto, no puede estar sometido en un momento dado más que una parte de la materia. Pero, aun prescindiendo de esto, sigue en pie la dificultad: primero, ¿cómo llegó el mundo a estar cargado de fuerza, siendo así que hoy día las escopetas no se cargan por sí mismas?, y segundo: ¿de quién es el dedo que luego apretó el gatillo? Hagamos lo que hagamos, bajo la dirección del señor Dühring llegamos siempre al Dedo de Dios.

Nuestro filósofo de la realidad pasa de la astronomía a la mecánica y la física, y se lamenta de que, una generación después de su descubrimiento, la teoría mecánica del calor no haya hecho ningún progreso esencial y se encuentre en la situación a la que poco a poco la llevó Robert Mayer. Aparte de eso, el asunto mismo le parece aún bastante oscuro:

Todo este discurso de oráculo se reduce de nuevo a una expresión de mala consciencia, la cual se da perfectamente cuenta de que ha entrado insalvablemente en un callejón sin salida con su producción del movimiento a partir de la inmovilidad absoluta, pero se avergüenza al mismo tiempo de tener que apelar a su único salvador posible, esto es, al Creador del Cielo y de la Tierra. Si el puente entre lo estático y lo dinámico, entre el equilibrio y el movimiento, no puede encontrarse ni en la mecánica, incluida la del calor, ¿cómo puede obligarse al señor Dühring a encontrar el puente entre su estado inmóvil y el movimiento? Con esta argumentación se considera nuestro autor felizmente a salvo de esa obligación.

En la mecánica común, el puente entre lo estático y lo dinámico es, simplemente, el impulso externo. Si se sube una piedra de un quintal de peso a una altura de diez metros y se suspende libremente allí, de tal modo que quede colgada en un estado idéntico consigo mismo y en reposo, habrá que llamar a un público de niños de pecho para poder afirmar sin protestas que la situación actual de ese cuerpo no representa ningún trabajo mecánico, o que su distancia respecto de su anterior posición no puede medirse con el trabajo mecánico. Todo transeúnte que contemple su obra hará fácilmente comprender al señor Dühring que la piedra no ha llegado por sí misma a sujetarse allá arriba en la soga, y cualquier manual de mecánica puede enseñarle que si deja caer a la piedra esta va a suministrar al caer tanto trabajo mecánico cuanto fue necesario para subirla a aquella altura de diez metros. Hasta el simplicísimo hecho de que la piedra está colgada allí arriba representa trabajo mecánico, pues si se la deja allí el tiempo suficiente, la soga acabará por romperse en cuanto que, a consecuencia de la corrosión química, deje de ser capaz de soportar la piedra. Ahora bien: todos los procesos mecánicos pueden reducirse a tales configuraciones básicas, por usar el léxico del señor Dühring, y aún está por nacer el ingeniero incapaz de encontrar un puente entre lo estático y lo dinámico si dispone de suficiente impulso externo.

Sin duda es hueso duro de roer y píldora verdaderamente amarga para nuestro metafísico el que el movimiento deba encontrar criterio y medida en su contrario, en el reposo. Se trata de una flagrante contradicción, y toda contradicción es, según el señor Dühring, un contrasentido. Pese a lo cual es un hecho que la piedra colgada representa una determinada cantidad de trabajo mecánico, utilizable de cualquier modo y precisamente medible de varias maneras —por ejemplo, por caída directa, por caída en el plano inclinado, por rotación de un torno— , igual que la escopeta cargada. Para la concepción dialéctica, la expresabilidad del movimiento en su contrario, el reposo, no ofrece absolutamente ninguna dificultad. Toda la contraposición es para ella, como hemos visto, meramente relativa; no hay reposo absoluto ni equilibrio incondicionado. El movimiento individual tiende al equilibrio, y el movimiento total suprime de nuevo el equilibrio. Reposo y equilibrio son, cuando se presentan, resultados de un movimiento limitado, y está claro que ese movimiento es medible por su resultado, expresable en él, y reproducible de nuevo a partir de él de una forma u otra. Pero el señor Dühring no se permite la tranquilidad de contentarse con tan sencilla exposición de la cosa. Como buen metafísico, empieza por abrir entre el movimiento y el equilibrio un amplio abismo inexistente en la realidad, y luego se asombra de no poder encontrar ningún puente que supere ese abismo de fabricación propia. Igual daría que montara en su metafísico Rocinante y se dedicara a perseguir la "cosa en sí" kantiana, pues eso es precisamente lo que se oculta tras este puente inhallable.

Pero ¿qué hay de la teoría mecánica del calor y del calor latente o ligado que sigue siendo para esa teoría una "piedra de escándalo"?

Cuando se transforma una libra de hielo a la temperatura del punto de congelación y a presión normal, mediante el calor, en una libra de agua a la misma temperatura, desaparece una cantidad de calor que sería suficiente para llevar esa misma libra de agua desde 0º a 79 4/10º centígrados, o para aumentar en un grado la temperatura de 79 4/10 libras de agua. Si se calienta esa libra de agua hasta los 100º y se la transforma en vapor a 100º desaparece, si se prosigue hasta convertir totalmente el agua en vapor, una cantidad de calor siete veces mayor aproximadamente, y suficiente para aumentar cn un grado la temperatura de 537 2/10 libras de agua. Se llama latente a ese calor desaparecido. Si por enfriamiento vuelve a transformarse el vapor en agua y el agua en hielo, la misma cantidad de calor antes latente se hace libre, es decir, perceptible y medible como calor. Esta liberación de calor al condensarse vapor y congelarse agua es la causa de que el vapor, aunque se enfríe hasta los 100º , no se transforme en agua sino paulatinamente, y de que una masa de agua a la temperatura del punto de congelación no se transforme en hielo sino muy lentamente. Estos son los hechos. La cuestión es: ¿qué es del calor mientras se encuentra latente?

La teoría mecánica del calor, según la cual el calor consiste en una vibración de las partículas físicas activas mínimas de los cuerpos (moléculas), mayor o menor según la temperatura y el estado de agregación, en una vibración, pues, que, en ciertas circunstancias, puede transformarse en cualquier otra forma de movimiento, explica el hecho declarando que el calor desaparecido ha realizado un trabajo, ha sido transformado en trabajo. Al fundirse el hielo se suprime la estrecha y firme conexión de las moléculas entre ellas, y se transforma en una laxa acumulación; al vaporizarse el agua en el punto de ebullición se produce un estado en el cual las moléculas particulares dejan de ejercer influencias perceptibles unas en otras, y hasta se dispersan en todas direcciones bajo la influencia del calor. Está claro que las moléculas de un cuerpo en estado gaseoso están dotadas de una energía mucho mayor que la que tuvieran en el estado líquido, y en el líquido mayor que en el sólido. El calor latente no ha desaparecido, por tanto, sino que se ha transformado sencillamente y ha tomado la forma de la fuerza de tensión molecular. En cuanto cese la condición por la cual las moléculas pueden presentar esa libertad absoluta o relativa las unas respecto de las otras, en cuanto que —en nuestro ejemplo— la temperatura descienda por debajo de los 100º y 0º, respectivamente, dicha fuerza entrará en acción y las moléculas se acercarán con la misma fuerza con la que fueron antes separadas; y dicha fuerza desaparecerá, pero sólo para volver a aparecer como calor, y precisamente como la misma cantidad de calor que antes era latente. Esta explicación es, naturalmente, una hipótesis, como toda la teoría mecánica del calor, puesto que nadie ha visto hasta ahora una molécula, por no hablar ya de una molécula en vibración. Sin duda estará, por tanto, llena de defectos, como toda esta joven teoría; pero puede al menos explicar el proceso sin caer en ningún momento en pugna con la indestructibilidad e increabilidad del movimiento, y hasta es capaz de dar exacta cuenta de la conservación del calor en el marco de su transformación. El calor latente o ligado no es, pues, ninguna piedra de escándalo para la teoría mecánica del calor. Antes al contrario, esta teoría aporta por vez primera una explicación racional del hecho, y el único escándalo posible consiste en que los físicos siguen llamando "ligado", con una expresión anticuada e inadecuada, al calor transformado en otra forma de energía molecular.

Así, pues, los estados idénticos consigo mismos, las situaciones en reposo de los estados físicos de agregación solido, Iíquido y gaseoso, representan efectivamente trabajo mecánico, en cuanto el trabajo mecánico es medida del calor. Tanto la sólida corteza terrestre cuanto el agua del océano representan en su actual estado de agregación una cantidad perfectamente determinada de calor liberado, el cual corresponde obviamente a una cantidad no menos determinada de fuerza mecánica. En el paso de la esfera gaseosa de la que ha surgido la Tierra al estado líquido y luego al estado en gran parte sólido, se ha irradiado un determinado quantum de energía molecular en el espacio, en forma de calor.

No existe, pues, la dificultad de la cual tan misteriosamente va murmurando el señor Dühring, y en las mismísimas aplicaciones cósmicas podemos sin duda tropezar con defectos y lagunas, imputables a nuestros imperfectos medios de conocimiento, pero en ningún lugar con obstáculos teoréticamente insuperables. El puente entre lo estático y lo dinámico es también aquí el impulso externo: el enfriamiento o el calentamiento, provocados por otros cuerpos y que obran sobre el objeto que se encontraba en equilibrio. Cuanto más profundamente penetramos en esta filosofía dühringiana de la naturaleza, tanto más imposibles resultan todos los intentos de explicar el movimiento por la inmovilidad o de encontrar el puente por el cual lo puramente estático y en reposo pueda llegar, sin más motor que sí mismo, a lo dinámico, al movimiento.

A partir de este momento podemos vernos felizmente libres del estado originario idéntico consigo mismo, aunque no sea más que por algún tiempo. Pues el señor Dühring pasa a la química y aprovecha la ocasión para revelarnos tres leyes de fijeza de la naturaleza, descubiertas hasta ahora por la filosofía de la realidad. A saber:

Así, pues, el único resultado positivo que es capaz de ofrecernos el señor Dühring como fruto de su filosofía natural del mundo inorgánico es la increabilidad y la indestructibilidad de la materia, así como las de sus elementos simples —en la medida en que los tenga— y las del movimiento, o sea tres hechos de antiguo conocidos y que él formula muy imperfectamente. Son todas ellas cosas sabidas desde antiguo. Pero lo que no sabíamos es que se tratara de "leyes de la fijeza" y, como tales, de "propiedades esquemáticas del sistema de las cosas". Es el mismo tratamiento al que antes vimos sometido a Kant: el señor Dühring se apodera de cualquier venerable lugar común por todos sabido, le pega una etiqueta dühringiana y llama al resultado

Pero no hay que desesperarse por ello ni mucho menos. Cualesquiera que puedan ser los defectos de la ciencia radicalísima y de la mejor organización social, hay algo que el señor Dühring puede afirmar con la mayor resolución:

Desgraciadamente, el señor Dühring no nos dice qué podemos comprar con ese "oro existente".

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